miércoles, 31 de diciembre de 2008

jugando al escondite

Ahora ya no me escondo.
Hubo tiempos, aún más aciagos que estos,
en que no concebía vivir sin escondrijos.
Cualquier vieja alacena, cualquier oquedad sucia,
cualquier rincón de ratas me servía.
Para nunca encontrarme, procuraba
descuartizar mi cuerpo y repartirlo
por sitios tan comunes que nadie sospechara
que sirvieran a tales menesteres,
aunque confesaré que con frecuencia
me engañaba con trucos que hoy parecen pueriles
y, siendo como soy más bien maniático,
buscaba con ahínco a cada miembro
un lugar adecuado por si acaso
algún día de lluvia tuviera que encontrarme.

La cabeza tenía normalmente
su lugar en el horno y en bandeja de plata;
los brazos se escondían debajo de tu almohada
o se enterraban en las jardineras;
las piernas las colgaba del tendal
si aquel día tocaba hacer colada,
o bien las colocaba en un jarrón con flores,
a ser posible hortensias o azucenas;
las manos encontraban confortable aposento
entre el polvo de nieve de las teclas del piano;
las vísceras, eso era lo peor,
se mezclaban con leche, con frutas y yogures,
en el tercer cajón de la nevera,
menos el corazón, que como es lógico,
quedaba amortajado en la caja más fuerte.
Y, después de esconderme, apagaba las luces
y alguien que no era yo se afanaba en buscarme
como un niño jugando al escondite,
un juego que acababa con el alba,
al abrir la nevera para sacar la leche.

Eso era, como dije, en otros tiempos
que tan sólo recuerdo vagamente.
Ahora ya no me escondo.
Ahora miro a los ojos sin tapujos
y enseño manos, dedos, bocas, vísceras,
todo lo que haga falta y todo junto
(a veces parte a parte, sólo a veces)
a cualquiera que quiera dar con un hombre roto.
Es cosa de la edad, seguramente.

2 comentarios:

María Socorro Luis dijo...

Elaboradísimo poema. Muy original Te felicito.
Abrazos.

Anónimo dijo...

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